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Mi bellísimo vello

Tenía 18 años y viajaba a la deriva con mi mochila por el otro lado del mundo, creía que tenía la mente abierta y quería descubrir mi yo interior, pero todavía estaba muy preocupada por mi imagen. Nunca fui muy de arreglarme. En el colegio empecé a odiar el color rosa junto con mis amigas porque era de pijas y nos metimos a judo en vez de a ballet. El feminismo estaba en plena efervescencia, además yo tenía una madre artista. Pero cada día la veía cómo se pintaba los labios de rojo, cómo se espolvoreaba la cara de polvos claros, cómo se pintaba las uñas de los pies e iba a la peluquería para arrancarse los pelos de las piernas… Sentía bastante confusión. Había que ser muy macho, pero a la vez atraer a los hombres. Con trece años, el día antes de hacer la confirmación, mi prima alemana —que tenía solo un mes más que yo y ya usaba tangas, se maquillaba y todo eso— me convenció para que me depilara por primera vez. Para ello compramos una crema desintegradora de pelos en el Día. Muchas veces he añorado los pelillos rubios que tenía en aquel entonces. Me metí en la ducha, me puse la crema sobre las piernas, me empezó a escocer, me aclaré y ahí estaban mis piernas rojas y sin pelos cuales patas de cangrejo. A partir de entonces comenzó la tortura de la depilación. No tardé mucho en dejar la crema porque se me parecía demasiado al disolvente universal que usaba mi madre para sus obras de arte. Me daba vergüenza ir con mi madre a depilarme a la peluquería, así que empecé con la cuchilla, que se encargó de que desarrollara unos pelos bien gruesos y oscuros que volvían a asomar al de solo dos días de haberme afeitado. En los últimos años anteriores a mi gran viaje estuve usando la depilady, que a través de un agudo dolor me arrancaba poco a poco todos los pelitos de las piernas, de arriba a abajo, hasta dejarme pelada e irritada con un pollo despellejado. Cabe explicar que soy de naturaleza velluda y siempre me he sentido afortunada de tener mucho pelo, pero la naturaleza no sigue la moda, sino las necesidades fisiológicas y ya antes de nacer mi genética medio Schwabe medio ancaresa llegó a la conclusión de que necesitaba mucho vello por todo el cuerpo para sobrevivir a la climatología adversa a la que habían sido expuestos mis antepasados… Pelo no, yo a autotorturarme arrancándome los pelos y luego a pasar frío, ¡manda narices! Para colmo muchos pelos estresados se quedaban atrapados tras la piel sin conseguir salir formando quistes. Recuerdo que pasaba horas sacándome los pelos enquistados con pinzas y agujas. No se me verían pelos, pero mis piernas parecían un campo de batalla. Aún así, parece que todavía no me acercaba lo suficiente a las actrices porno que tristemente hoy en día —y ya entonces— regían la sexualidad y la visión estética de medio mundo, incluida la mía y la de los personajes con los que me enredaba. Una vez un pseudohombre me dijo que le gustaban mucho mis tetas y mi culo, pero que le resultaban muy desagradables y molestos los pelos de mi pubis, así que me pidió afeitármelo él. Yo acepté y agarró su máquina de afeitarse la barba, pero cuando estaba ya rozándome me di la vuelta, no podía. Y cómo me alegro de no haber permitido al menos eso, con todas las aberraciones que permití en aquel entonces de forma tremendamente inconsciente y sadomasoquista… No guardo el recuerdo de haber visto nunca a una mujer adulta con las piernas sin depilar hasta que conocí a las dos hermanas viajeras alemanas a los 18 años. Fue en el camping de Puerto Pirámides, Península Valdés de Argentina. Eran dos mujeres jóvenes como yo que habían llegado hasta Brasil desde Alemania acopladas en un barco mercantil. Desde allí habían llegado hasta Argentina en autoestop, no sin pasarlas canutas por lo que dejaban entrever. Me acerqué a ellas porque hablaban alemán y poco español. Vinieron a acampar a la parte gratuita del camping de los artesanos donde también estaba yo junto con otra compañera que se había unido a mí desde Buenos Aires. Una de ellas llevaba rastas y la otra el pelo corto, ambas rubias, comían tabletas de chocolate y guardaban el papel de plata para asar patatas en el fuego. Usaban la copa menstrual, que también conocí en aquel momento con ellas y me impresionó, pero lo que más me llamó la atención, sin duda, fueron sus abundantes pelos rubios en las piernas. No se habían depilado jamás. Quedé trastornada. Ya no sabía pensar ni hablar de otra cosa más que de la posibilidad de no depilarme. Aunque parezca mentira, me lavaba el pelo con la misma pastilla de jabón con la que lavaba la ropa, pero seguía llevando en mi mochila una cuchilla de afeitar. Y no llevaba la depilady porque no tenía dónde enchufarla… A mi compañera Serpiente en cambio no le hacía falta, sus genes tropicales habían decidido que sus ancestros ya habían pasado suficiente calor como para abrigarla mucho. Ella en cambio se quejaba de no tener mucho pelo en la cabeza. Siempre queriendo algo diferente de lo que somos… Poco después un músico en Puerto Madryn me animó a que no me depilara. Me dijo que había una mujer en su grupo de amigos que no se depilaba las piernas, solo se decoloraba los pelos, y era la más deseada de todas. Me volví a dejar crecer los pelos tras tanto tiempo de desbroce y tala. Salieron numerosos, gordos y negros desesperados por volver a cubrir mis piernas desérticas. Por más agua oxigenada que me echaba no lograba que se aclararan ni un poco. De vuelta en España no duré mucho. Tras haber pasado allí primavera, verano, otoño, de nuevo llegué a la primavera española, pantalones cortos y los mismos juicios y

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